Mi familia no quería un historiador ni un hombre aprisionado en el pasado, ellos querían un médico, algo nuevo en el núcleo familiar y de lo cual no se había gozado nunca en nuestra sangre…
Han pasado más
de quince años, desde el primer día que conocí el antes llamado Museo
Cuauhnáhuac (Palacio de Cortés). Me llenó los ojos de asombro y la cabeza de muchas
dudas. Era yo un estudiante de tercer grado de primaria, que pidiendo a gritos
la visita a ese museo a mi madre no le quedó más opción que cumplir el capricho
del hijo, más “sabiondo” y terminó por darme una de las experiencias
“históricas”, más inolvidables de mi vida.
Por aquella época teníamos un negocio familiar: una papelería, sencilla
pero bien surtida, por lo tanto, no podían faltarnos las famosas “monografías”
o “láminas”, como les llamábamos en aquella época. Recuerdo que había de todos
los temas posibles: naturales, sociales, sanitarios, científicos y obviamente
históricos. Desde láminas con información del paleolítico y otras eras
prehistóricas, hasta la modernidad de las ciencias de la comunicación como el
internet, que apenas comenzaban a desarrollarse a nivel mundial. Uno encontraba
información de todo tipo, que nadie dudaba ni se ponía a corroborar que fuera
verdadera o comprobada, se daba fe – casi inquebrantable – que lo dicho en esas monografías era totalmente cierto.
Para aquella etapa de mi vida, las tardes después de la escuela,
se convirtieron en un zambullido de información sobre culturas prehispánicas de
nuestro país, surgiendo de forma espontánea, un deseo fervoroso y casi
pasional, por las antiguas culturas que habitaron estas tierras, leí por
primera vez sobre los Olmecas, los Teotihuacanos y los Chichimecas, sobre la
grandiosidad del imperio mexica y el proceso de colonización. Terminé leyendo tanto sobre historia mexicana que me quedé
profundamente enamorado de ella, y con aquella
visita al museo de la ciudad de la eterna primavera, no pasó otra cosa más que
terminar de confirmar lo que mi sangre hirviendo me pedía: “Cuando sea grande,
quiero ser historiador o arqueólogo” …
Las estaciones pasaron y después de muchos días con sus noches, la
decisión que se quedó conmigo hasta el tercer año de bachillerato, fue dedicarme a estudiar el pasado de nuestro país y las ganas
de matricularme en la ENAH, se vio perturbada por un giro profesional
totalmente inesperado: mi familia no quería un historiador ni un hombre
aprisionado en el pasado, ellos querían un médico, algo nuevo en el núcleo
familiar y de lo cual no se había gozado nunca en nuestra sangre…
¿Ustedes
creen que hice? ¿Qué decisión hubieran tomado? ¿Estudiaban lo que habían soñado siempre o se volvían
conocedores del cuerpo humano y sus enfermedades? De eso y mucho más, les contaré en la segunda y última parte de esta introducción a la nueva columna de El Temporal: gaceta de imaginación histórica. Nos
estamos leyendo…