Desde el Mar - Erisbeth: la lucha hecha mujer por Marial Valdez Gutiérrez

Marial Valdez Gutiérrez (UACJ)


Erisbeth no se rindió ante la tumba de su madre. No dejó que el sistema la quebrara. Se convirtió en un símbolo de resistencia, en un testimonio viviente de que la lucha no es solo una consigna, sino una realidad que muchas enfrentan a diario.


Cada vez que se hablaba de feminismo, sentía que no había nada nuevo. Había leído, investigado, cuestionado. Conocía las teorías, los análisis sobre feminicidios, las violencias estructurales, las opresiones de clase, raza y género. Creía que lo entendía todo, hasta que conocí a Erisbeth.


Erisbeth me mostró el feminismo desde su raíz más cruda. Me enseñó lo que ningún libro podía explicarme: el peso de la injusticia. Esa injusticia brutal que desgarra, que arranca, que deja huecos imposibles de llenar. Esa injusticia que le arrebató a su madre.


Desde el primer momento, su presencia me estremeció. No solo por su historia, sino por la fuerza con la que la contaba, por la entereza con la que enfrentaba su dolor. Erisbeth no hablaba desde la teoría; hablaba desde la herida abierta, desde la rabia que transforma, desde la resistencia que no descansa.


Me enseñó que el feminismo no es solo salir a marchar el 8 de marzo. Que, para muchas mujeres, la lucha no es una elección, sino una necesidad de supervivencia. Hay quienes levantamos pancartas y hay quienes, como Erisbeth, han sido arrastradas a la lucha por la tragedia. Porque para ellas, el feminismo no es un ideal; es el único camino que les queda.


Cuando me compartió la historia de su madre, Soledad, para escribir un libro, sentí que algo dentro de mí se quebraba. Soledad no era solo una víctima de feminicidio. Era una mujer fuerte, decidida, una madre incondicional. Una de esas mujeres que no se dejan de nadie. Y, aun así, el sistema patriarcal la desapareció. Y su hija, en lugar de rendirse, convirtió su duelo en batalla.


Erisbeth no necesitó libros de teoría feminista para entender el machismo estructural. No necesitó leer a Simone de Beauvoir para saber que el Estado nos ha condenado. Ella lo vivió. Supo, en carne propia, lo que significa que el sistema te arrebate lo que más amas. Supo lo que es gritar justicia y ser ignorada. Y, aun así, supo resistir.


Conocí a otras madres en situaciones similares. Mujeres que, como Erisbeth, habían perdido a sus hijas y seguían de pie. Entre ellas, Doña Luz. Casi al mismo tiempo que la conocí, falleció en una operación que no representaba ningún riesgo. Otra injusticia, otro dolor. Fue el segundo golpe en el mismo camino. Y entendí que hay pérdidas que no deberían ser parte de nuestra historia, pero lo son.


Siempre he sentido admiración por Erisbeth y por cada madre que ha convertido su duelo en lucha. Me pregunto cómo lo logran, de dónde sacan la fuerza para sostenerse cuando todo a su alrededor les ha sido arrebatado. Cómo pueden, incluso, encontrar la generosidad para enseñarnos, para compartir su dolor con nosotras sin pedir nada a cambio.


A través de Erisbeth entendí que la lucha feminista no es solo una demanda de derechos. Es una batalla por la memoria, por la justicia, por la vida de quienes ya no están y por la vida de quienes seguimos aquí, tratando de no ser las siguientes. No se trata solo de nombrar a las víctimas, sino de entender que cada nombre tiene una historia, una vida llena de sueños, de planes, de amor.


Soledad tenía sueños. Planes. Ilusiones. Tenía una vida que le fue arrebatada en un segundo. Y su hija, en lugar de ser consumida por el dolor, eligió pelear. Eligió alzar la voz, exigir justicia, sostenerse en pie, aunque el mundo quisiera verla caer.


Erisbeth no se rindió ante la tumba de su madre. No dejó que el sistema la quebrara. Se convirtió en un símbolo de resistencia, en un testimonio viviente de que la lucha no es solo una consigna, sino una realidad que muchas enfrentan a diario.


Y a pesar de todo, Erisbeth siempre tiene una sonrisa. Siempre tiene una palabra de aliento. Nunca la escuché hablar desde la desesperanza, sino desde la convicción de que el cambio es necesario. Me pregunto cuántas veces ha querido derrumbarse, cuántas veces ha sentido que no puede más. Pero ahí sigue. Luchando.


Cuando marcho, cuando escribo, cuando hablo sobre feminicidio, su historia me acompaña. Soledad me acompaña. Siento la necesidad de que el mundo sepa lo que pasó, de que no sean solo cifras en un informe, de que se entienda que detrás de cada caso hay una familia rota, un vacío imposible de llenar.


Erisbeth me cambió. Me hizo entender el feminismo desde un lugar que nunca imaginé. Me hizo ver que la lucha no es solo teoría, que la verdadera transformación viene de quienes han vivido la injusticia en carne propia y aun así eligen pelear.


Hoy, cada palabra de Erisbeth, cada recuerdo de Soledad, me recuerdan que el feminismo no es solo una causa, sino una urgencia. Una necesidad de que ninguna más tenga que cargar con el peso de la ausencia. Una promesa de que sus nombres no serán olvidados. Que sus sueños no serán enterrados con ellas. Que su memoria seguirá viva en cada marcha, en cada grito, en cada acto de resistencia.


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