Erisbeth no se rindió ante la tumba de su madre. No dejó que el sistema la quebrara. Se convirtió en un símbolo de resistencia, en un testimonio viviente de que la lucha no es solo una consigna, sino una realidad que muchas enfrentan a diario.
Cada vez que se hablaba de
feminismo, sentía que no había nada nuevo. Había leído, investigado,
cuestionado. Conocía las teorías, los análisis sobre feminicidios, las
violencias estructurales, las opresiones de clase, raza y género. Creía que lo
entendía todo, hasta que conocí a Erisbeth.
Erisbeth me mostró el
feminismo desde su raíz más cruda. Me enseñó lo que ningún libro podía
explicarme: el peso de la injusticia. Esa injusticia brutal que desgarra, que
arranca, que deja huecos imposibles de llenar. Esa injusticia que le arrebató a
su madre.
Desde el primer momento, su
presencia me estremeció. No solo por su historia, sino por la fuerza con la que
la contaba, por la entereza con la que enfrentaba su dolor. Erisbeth no hablaba
desde la teoría; hablaba desde la herida abierta, desde la rabia que
transforma, desde la resistencia que no descansa.
Me enseñó que el feminismo no
es solo salir a marchar el 8 de marzo. Que, para muchas mujeres, la lucha no es
una elección, sino una necesidad de supervivencia. Hay quienes levantamos
pancartas y hay quienes, como Erisbeth, han sido arrastradas a la lucha por la
tragedia. Porque para ellas, el feminismo no es un ideal; es el único camino
que les queda.
Cuando me compartió la
historia de su madre, Soledad, para escribir un libro, sentí que algo dentro de
mí se quebraba. Soledad no era solo una víctima de feminicidio. Era una mujer
fuerte, decidida, una madre incondicional. Una de esas mujeres que no se dejan
de nadie. Y, aun así, el sistema patriarcal la desapareció. Y su hija, en lugar
de rendirse, convirtió su duelo en batalla.
Erisbeth no necesitó libros de
teoría feminista para entender el machismo estructural. No necesitó leer a
Simone de Beauvoir para saber que el Estado nos ha condenado. Ella lo vivió.
Supo, en carne propia, lo que significa que el sistema te arrebate lo que más
amas. Supo lo que es gritar justicia y ser ignorada. Y, aun así, supo resistir.
Conocí a otras madres en
situaciones similares. Mujeres que, como Erisbeth, habían perdido a sus hijas y
seguían de pie. Entre ellas, Doña Luz. Casi al mismo tiempo que la conocí,
falleció en una operación que no representaba ningún riesgo. Otra injusticia,
otro dolor. Fue el segundo golpe en el mismo camino. Y entendí que hay pérdidas
que no deberían ser parte de nuestra historia, pero lo son.
Siempre he sentido admiración
por Erisbeth y por cada madre que ha convertido su duelo en lucha. Me pregunto
cómo lo logran, de dónde sacan la fuerza para sostenerse cuando todo a su
alrededor les ha sido arrebatado. Cómo pueden, incluso, encontrar la
generosidad para enseñarnos, para compartir su dolor con nosotras sin pedir
nada a cambio.
A través de Erisbeth entendí
que la lucha feminista no es solo una demanda de derechos. Es una batalla por
la memoria, por la justicia, por la vida de quienes ya no están y por la vida
de quienes seguimos aquí, tratando de no ser las siguientes. No se trata solo
de nombrar a las víctimas, sino de entender que cada nombre tiene una historia,
una vida llena de sueños, de planes, de amor.
Soledad tenía sueños. Planes.
Ilusiones. Tenía una vida que le fue arrebatada en un segundo. Y su hija, en
lugar de ser consumida por el dolor, eligió pelear. Eligió alzar la voz, exigir
justicia, sostenerse en pie, aunque el mundo quisiera verla caer.
Erisbeth no se rindió ante la
tumba de su madre. No dejó que el sistema la quebrara. Se convirtió en un
símbolo de resistencia, en un testimonio viviente de que la lucha no es solo
una consigna, sino una realidad que muchas enfrentan a diario.
Y a pesar de todo, Erisbeth
siempre tiene una sonrisa. Siempre tiene una palabra de aliento. Nunca la
escuché hablar desde la desesperanza, sino desde la convicción de que el cambio
es necesario. Me pregunto cuántas veces ha querido derrumbarse, cuántas veces
ha sentido que no puede más. Pero ahí sigue. Luchando.
Cuando marcho, cuando escribo,
cuando hablo sobre feminicidio, su historia me acompaña. Soledad me acompaña.
Siento la necesidad de que el mundo sepa lo que pasó, de que no sean solo
cifras en un informe, de que se entienda que detrás de cada caso hay una
familia rota, un vacío imposible de llenar.
Erisbeth me cambió. Me hizo
entender el feminismo desde un lugar que nunca imaginé. Me hizo ver que la
lucha no es solo teoría, que la verdadera transformación viene de quienes han
vivido la injusticia en carne propia y aun así eligen pelear.
Hoy, cada palabra de Erisbeth,
cada recuerdo de Soledad, me recuerdan que el feminismo no es solo una causa,
sino una urgencia. Una necesidad de que ninguna más tenga que cargar con el
peso de la ausencia. Una promesa de que sus nombres no serán olvidados. Que sus
sueños no serán enterrados con ellas. Que su memoria seguirá viva en cada
marcha, en cada grito, en cada acto de resistencia.