Una pequeña parte de mí vive con la esperanza de encontrar, en medio de alguna revista, una carta comprometedora que revele la verdad sobre la muerte de Pedro Infante o algún amante oculto de Salinas de Gortari. De eso se trata la historia y la archivística: de vivir con la esperanza de encontrar joyas documentales.
Desde pequeño,
creía que ser historiador me llevaría a una vida de aventuras al estilo de
Indiana Jones: descifrando antiguos códigos que me conducirían a un secreto
escondido durante siglos, escapando de trampas y golpeando a un par de nazis.
Como muchos otros sueños de la infancia, resultó ser solo eso: un sueño.
Nos
enseñaron a ver la gestión de archivos como una ciencia digna de dedicarle
cuatro semestres, además de realizar diversas visitas a los archivos y
prácticas profesionales. Estas consistían en enfrentarnos a un montón de cajas
polvosas y papeles amarillentos en los que perfeccionábamos nuestro
conocimiento en paleografía y la técnica de clasificación archivística. Incluso
entonces, mantenía la esperanza de encontrar alguna pista de algún tesoro
antiguo, algo así como la historia y la ubicación perdida de los calzones
ceremoniales de Moctezuma.
El
problema con los archivos, es la percepción que tienen aquellos ajenos a la
historia como práctica. Aunque existe una ley federal de archivos destinada a
visibilizar su importancia, en el terreno de las realidades, no todas las
instituciones cuentan con las instalaciones o el interés para conservar toda su
papelería. Por ello, muchas veces un archivo es solo un cuarto donde se
amontona la mayor cantidad posible de cajas, y eso en los mejores casos. Que el
lugar esté libre de filtraciones de agua y humedad es un lujo que pocas
instituciones pueden darse. La realidad es que un archivo no es tan glamoroso;
en la práctica, se parece más a un trabajo de oficina, pero en bodegas frías y
oscuras, más semejantes a cuevas que a oficinas. Ahí estamos expuestos a
humedad, hongos, nubes de polvo de hace siglos, bichos, roedores, y de vez en
cuando algún que otro fantasma atrapado en un objeto personal que, por azar del
destino, terminó en la bodega. Así que, sí, la profesión también tiene sus
propios riesgos. En este punto, recomiendo no ser fumador, pero si lo eres,
también lo entiendo; perder el olfato es una gran ventaja al examinar algunas
cajas.
Actualmente
realizo mi servicio social en el Centro Universitario de Información y
Documentación (CUID) de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas. Me
enfrento a la tarea de clasificar y capturar una hemeroteca con 160 cajas que
contienen desde periódicos y cómics hasta volantes publicitarios y una caja con
todos los catálogos primavera-verano de Flexi
de 2010 a 2015. Una pequeña parte de mí vive con la esperanza de encontrar,
en medio de alguna revista, una carta comprometedora que revele la verdad sobre
la muerte de Pedro Infante o algún amante oculto de Salinas de Gortari. De eso
se trata la historia y la archivística: de vivir con la esperanza de encontrar
joyas documentales.
El
archivo me ha enseñado ver que nunca se está realmente solo, gracias a eso he
aprendido a compartir espacio con murciélagos y fantasmas. El acuerdo
diplomático con los murciélagos es simple: ellos no defecan en mi escritorio, y
yo no los molesto mientras duermen; las negociaciones fueron un éxito. Por su
parte, el fantasma, de nombre Candelaria (el nombre venia incluido), no se ha
presentado a los diálogos; requeriría una ouija para entablar negociaciones.
Aunque
nos adoctrinaron con la idea de santificar los archivos como una ciencia, este
suele ser un trabajo más técnico y burocrático. Se trata de guardar papel y
crear más papel; en este mundo se escribe en exceso, y todo eso termina en los
archivos, perpetuando el ciclo absurdo que sustenta el orden de dominación
perfecta: la burocracia. Si bien ya no veo como una posibilidad el ser un explorador
de tesoros al aire libre, el trabajo de archivo tiene cierto encanto si nos
observamos como guardianes de algún secreto aún por descubrir, así como un
Indiana Jones godín. Además, esta rutina entre papeles, polvo y cajas es
también un ejercicio de retrospectiva al pasado, observar gradualmente la
historia del pensamiento. Tiene su lado bueno para aquellos que gustan de poca
luz del sol, silencios largos, y poco contacto humano. Borges fue feliz rodeado
de libros, uno tiene que aprender a ver lo bueno; pensar que parte del oficio
es construir puentes entre generaciones, rescatar fragmentos de historias que
esperan, silenciosas, a que llegue algún historiador chismoso a hurgar entre
hojas amarillentas y polvo sofocante.