Anónimos novohispanos - El Culto a la Virgen de Guadalupe en los Siglos XIX y XX: Fe, Identidad y Nación por Andrea Guadalupe Pérez Juárez

Andrea Guadalupe Pérez Juárez (UNAM)

La profunda devoción a la Virgen de Guadalupe no es un fenómeno estático. Su culto ha evolucionado y se ha entrelazado de manera inextricable con la historia de México...

La profunda devoción a la Virgen de Guadalupe no es un fenómeno estático. Su culto ha evolucionado y se ha entrelazado de manera inextricable con la historia de México, consolidándose de forma notable en los últimos años del Virreinato de la Nueva España y desempeñando un papel fundamental a lo largo de los siglos XIX y XX. Su imagen no solo se convirtió en un símbolo de fe inquebrantable, sino en un estandarte de identidad y un pivote en los momentos más cruciales de la conformación de la Nación mexicana.


A comienzos del siglo XIX, la práctica de recurrir a la imagen de la Guadalupana para implorar su protección ya estaba firmemente arraigada en el imaginario colectivo novohispano. Un episodio que ilustra esta profunda conexión ocurrió en 1808. Al conocerse la noticia de la invasión de Napoleón Bonaparte a España, el Ayuntamiento de la Ciudad de México, en un acto de fe y súplica, ordenó que la venerada imagen fuera trasladada en una solemne procesión desde la Colegiata de Guadalupe hasta la Catedral Metropolitana. El propósito era claro y urgente: pedir a la Virgen que protegiera al Virreinato contra la inminente amenaza napoleónica que se cernía sobre la Metrópoli. A raíz de esto, se programó un Novenario en su honor. Sin embargo, la celeridad que el Licenciado Francisco Primo de Verdad solicitó al presidente de la Real Audiencia para que intercediera ante el Virrey y el arzobispo, celebrándose el novenario a la brevedad, no obtuvo una respuesta favorable. Las autoridades ordenaron que el novenario se retrasara hasta septiembre y que, además, se realizara en la Colegiata. Aunque no se tienen noticias precisas sobre si este novenario finalmente se llevó a cabo, el simple hecho de que se considerara el recurso a la Guadalupana en una necesidad tan trascendental para el Virreinato subraya la centralidad de su figura en la conciencia colectiva.


La Virgen como Estandarte Insurgente:

El Grito de Independencia


En 1810 el inicio del movimiento de Independencia del Virreinato de la Nueva España marcó un punto de inflexión para el culto guadalupano. Miguel Hidalgo al frente de las fuerzas Insurgentes, tomó una decisión de profundo simbolismo y repercusión histórica: adoptó una imagen de la Virgen de Guadalupe como estandarte de la naciente causa libertaria. Al llegar a Atotonilco, Hidalgo ingresó en la Iglesia y tomó la imagen que allí se encontraba. Ernesto de la Torre Villar, en su obra En torno al Guadalupanismo, enfatiza la magnitud de este acto al afirmar que "a partir de ese momento… se convirtió en el símbolo de la emancipación en su emblema, protección y guía". La imagen, cargada de significados religiosos y populares, se transformó así en un símbolo de lucha y esperanza para las masas que seguían a Hidalgo.


Esta audaz acción no pasó desapercibida para las autoridades españolas que reaccionaron con severidad. En su edicto de Excomunión del 24 de septiembre de 1810, el Obispo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo, condenó enérgicamente que Hidalgo hubiera "pintado en su estandarte la imagen de nuestra augusta patrona: “Nuestra Señora de Guadalupe", acompañada además de una inscripción que unía fe y patriotismo: "Viva la religión, Viva Nuestra Madre Santísima de Guadalupe, Viva Fernando VII, Viva la América y muera el mal gobierno". Por el lado civil, el Virrey Francisco Antonio Venegas publicó bandos, fechados el 21 y 29 de septiembre en la Gaceta de México, donde se daba cuenta del inicio de la insurrección y se mencionaba explícitamente que los rebeldes habían llegado a usar la imagen de la Virgen para "deslumbrar a los incautos" y atraerlos al movimiento. La Inquisición y el arzobispo de México Lizana, en sus textos del 13 y 18 de noviembre, consideraron esta acción como "sacrílega", evidenciando la dimensión política y religiosa del conflicto. En un contrapunto estratégico, una vez iniciada la contraofensiva al movimiento Insurgente, los ejércitos realistas españoles adoptaron a la Virgen de los Remedios como su protectora, creando un claro antagonismo simbólico en el campo de batalla.


Morelos, los Guadalupes y la Soberanía Nacional


La protección de la Virgen de Guadalupe continuó siendo un pilar fundamental en la lucha por la independencia bajo el liderazgo de José María Morelos y Pavón. En 1811, cuando Hidalgo le confió el mando de una parte de los Ejércitos Insurgentes, Morelos no solo llevó la imagen de la Guadalupana como inspiración, sino que uno de sus regimientos también llevó su nombre. Un hecho que destaca su influencia es que, en la recién fundada Nueva Provincia de Tecpán, establecida ese mismo año, la capital fue significativamente nombrada Ciudad de Nuestra Señora de Guadalupe. Fue en esta ciudad donde Morelos tomaría algunas de sus decisiones más importantes para el movimiento, incluyendo la crucial determinación de detener la lucha de castas y la audaz emisión de moneda propia, gestos que consolidaban la idea de una nación autónoma.


Tras la derrota y ejecución de Miguel Hidalgo e Ignacio Allende en 1811, la dirección del movimiento insurgente recayó plenamente en José María Morelos. En este contexto, se formó la Sociedad Secreta de los Guadalupes, una organización vital que brindó un apoyo multifacético a la causa de la Independencia. Esta sociedad secreta no solo proporcionó ayuda económica y material, sino que también fue una fuente crucial de propaganda. Sus miembros, comprometidos con la causa, enviaban alimentos, dinero, armamento e información valiosa sobre los movimientos del Gobierno Español y del ejército realista. Facilitaron una imprenta móvil para distribuir propaganda y publicar periódicos, desempeñando un rol clave en la difusión de las ideas independentistas. Además, la Sociedad de los Guadalupes fue instrumental al facilitar que grupos nacionalistas triunfaran en las elecciones a Cortes convocadas por la Junta Gubernativa de España, permitiéndoles participar en las decisiones que se tomarían tanto sobre España como sobre los territorios americanos, demostrando una sofisticada estrategia política.


Durante el tiempo en que Morelos estuvo al mando de los ejércitos insurgentes, las victorias obtenidas eran frecuentemente atribuidas a la intervención y protección de la Guadalupana. La trascendencia de esta devoción se plasmó en el ámbito político. En 1813, reunido en Chilpancingo, el Congreso Insurgente convocado por Morelos dio lectura al ideario político del caudillo, resumido en el célebre documento Los Sentimientos de la Nación. En su artículo 19, se estableció una disposición de profunda significación: en la futura Constitución que se buscaba crear, se debería establecer como fiesta nacional el día 12 de diciembre en todos los pueblos, en honor a María Santísima de Guadalupe, un reconocimiento que subrayaba la identidad guadalupana como parte intrínseca de la nación emergente.


De Imperio a República: La Guadalupana como Símbolo Patriótico


La recién declarada Independencia de México trajo consigo nuevas manifestaciones del culto guadalupano en la vida nacional. En febrero de 1822, el Primer Imperio Mexicano, bajo el gobierno de Agustín de Iturbide, creó la Orden de Guadalupe, una distinción que se otorgaba a aquellas personas que hubieran prestado servicios destacados a la Patria. Su establecimiento se realizó mediante una solemne ceremonia a la que asistió el Emperador Iturbide en la Colegiata de Guadalupe. Si bien la Orden tuvo una vida efímera de apenas unos meses, debido a la caída del Imperio en 1823, su significancia simbólica perduró; sería restablecida posteriormente durante el gobierno de Antonio López de Santa Anna y, de forma notable, durante el Segundo Imperio por órdenes del Emperador Maximiliano, demostrando la continuidad de su relevancia como símbolo de mérito nacional.


En aquel mismo mes de febrero de 1822, el gobierno Imperial y el Cabildo de la Ciudad de México decretaron un reconocimiento adicional a la Villa de Guadalupe, concediéndole el título de Ciudad y dándole el nombre de Guadalupe Hidalgo, un nombre que aún resuena en nuestra historia. Un gesto que destaca la profunda veneración fue la colocación de una copia, que había sido tocada al original de la imagen Guadalupana, en el Salón de sesiones del Congreso en Palacio Nacional, donde permaneció por varios años, atestiguando las deliberaciones políticas de la nueva nación. El Congreso Constituyente, reunido el 12 de agosto de 1822, ratificó la importancia de la Virgen al decretar que el 12 de diciembre seguiría siendo una fiesta solemne dedicada a la Virgen de Guadalupe, reafirmando su lugar en el calendario cívico-religioso.


La protección atribuida a la Guadalupana continuó manifestándose en momentos de crisis nacional. Durante el gobierno de Vicente Guerrero, el país enfrentó la amenaza de una nueva invasión por parte de España, liderada por el Brigadier Isidro Barradas. Tras la decisiva derrota de Barradas a manos de los generales Manuel Mier y Terán y Antonio López de Santa Anna, las banderas del enemigo fueron llevadas como trofeos de batalla a la Ciudad de México. Por orden expresa de Guerrero, estas insignias fueron conducidas hasta el Santuario de Guadalupe, para ser depositadas a los pies de la imagen. Durante este traslado, la Calzada de Guadalupe se llenó de multitudes que aclamaban al presidente y celebraban la victoria obtenida, en un testimonio popular de fe y patriotismo entrelazados.


El Tercer Centenario y la Coronación Pontificia: Culminación de un Siglo de Devoción


En 1831, se celebró con gran pompa y fervor el tercer centenario de las Apariciones Guadalupanas. Este evento motivó la producción de diversas obras, entre ellas el Manifiesto de la Junta Guadalupana a los Mexicanos, escrito por Carlos María de Bustamante. En este manifiesto, el autor resumía las múltiples demostraciones de amor y veneración que, según él, los mexicanos profesaban para honrar a su protectora, con motivo de su milagrosa aparición.


Para esta magna celebración, se organizaron Juntas y fiestas en varias ciudades del país. En la Ciudad de México, se constituyó una "Junta particular, compuesta de cuarenta individuos, elegidos de los dos Cabildos eclesiástico y secular, del Senado, de la Suprema Corte de Justicia, de los Tribunales Supremos de Guerra y Marina, y de las Órdenes Religiosas de Santo Domingo, San Francisco, San Agustín del Carmen, de la Merced y del Oratorio de San Felipe Neri". Esta prestigiosa Junta propuso que la imagen fuera trasladada en procesión desde la Colegiata de Guadalupe hasta la Catedral. Aunque algunos se opusieron al traslado de la imagen original, la propuesta se modificó y finalmente se decidió que la procesión se hiciera con una réplica que se había pintado específicamente para la Catedral. Las festividades, que incluyeron un Triduo, se fijaron para los días 26, 27 y 28 de diciembre, e incluyeron misas, repique de campanas, salvas militares, rosarios, concluyendo con espectaculares fuegos artificiales en la Plaza Mayor de la Ciudad el día 28 de diciembre, reflejando la magnitud del regocijo popular.


Incluso en tiempos de la Reforma, la figura de la Guadalupana mantuvo su preeminencia. Durante el gobierno de Juárez, y a pesar de la aplicación de la Ley de Desamortización de Bienes Eclesiásticos, el presidente decretó, según Ernesto de Torre Villar, que se conservara el 12 de diciembre como fiesta dedicada a la Virgen de Guadalupe, por decreto del 11 de agosto de 1859. Un acto que subrayó su importancia como patrimonio cultural y religioso fue la devolución, en 1861, de los bienes que habían sido incautados a la Colegiata de Guadalupe.


La culminación de este fervor decimonónico llegaría durante el gobierno de Porfirio Díaz. En 1895, el Episcopado Mexicano planteó la significativa solicitud de obtener la autorización de la Santa Sede para coronar a la Virgen de Guadalupe. Esta solicitud fue oficialmente remitida por los arzobispos de México, Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos; de Guadalajara, Don Pedro Loza, y de Morelia, Don Ignacio Arciga. El Papa León XIII concedió su autorización el 8 de febrero de 1887, pero el Abad de la Basílica, Antonio Plancarte y Labastida, optó por retrasar la solemne ceremonia hasta que el Santuario fuera completamente renovado y se edificara un nuevo altar, lo que atestigua la escala del proyecto. Las obras de embellecimiento se prolongaron hasta 1895, y durante ese periodo, la imagen permaneció en el templo de Capuchinas.


Para la fabricación de la Corona, se llevó a cabo un concurso, que fue ganado por Rómulo Escudero y Pérez Gallardo, y Salomé Piña. La joya fue finalmente fabricada en París por el orfebre Edgar Morgan. Se describía como "una corona de plata de corte imperial, de 62 centímetros de alto y 59 de circunferencia. Incluía los escudos de 22 diócesis y las tres arquidiócesis existentes, así como el escudo pontificio y el de la Ciudad de México" (Monseñor Jorge Antonio Palencia Ramírez de Arellano, 128° aniversario de la Coronación Pontificia de la Sagrada imagen de Santa María de Guadalupe 12 octubre 1895 – 2023, pág. 2). El arzobispo de México nombró al P. José Antonio Plancarte y Labastida para encargarse de todas las gestiones necesarias para llevar a cabo los trabajos de ampliación, restauración y embellecimiento de la Colegiata, lo que resalta la meticulosidad y envergadura de la preparación para este evento histórico.


La Coronación Pontificia se realizó el 12 de octubre de 1895, un evento de magnitud sin precedentes que congregó a 22 arzobispos y Obispos de México, además de algunos invitados de otras naciones de América. El Abad José Antonio Plancarte y Labastida y el resto de los presentes realizaron un juramento solemne para defender y custodiar la corona, y para conservar la imagen Guadalupana constante y perpetuamente coronada, un compromiso de fe que trascendía generaciones. Como un símbolo de profundo respeto y fidelidad a la Guadalupana, los arzobispos y Obispos colocaron sus mitras y báculos a los pies de la imagen. A continuación, se elevó una emotiva oración, compuesta por José A. Plancarte: "¡Salve augusta Reina de los mexicanos! ¡Madre Santísima de Guadalupe, Salve! Ante tu trono y delante del cielo, renuevo el juramento de mis antepasados, aclamándote Patrona de mi Patria México, confesando tu milagrosa aparición en el Tepeyac, y consagrándote cuanto soy y tengo. Tuyo soy Gran Señora, acéptame y bendíceme. Amén". Concluida la Coronación, los asistentes, invadidos por el júbilo, exclamaron con fervor: "¡Viva la Reina! ¡Viva la Reina de los mexicanos! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Viva nuestra Madre!... ¡nuestra Madre! ¡nuestra Madre!", un testimonio de la inmensa devoción popular.


Transformaciones Arquitectónicas y Resistencia de la Basílica


Entre 1887 y 1895, la Basílica de Guadalupe, entonces Colegiata, experimentó una significativa reforma de conservación debido al deterioro causado por el paso del tiempo. Con motivo de la Solemne Coronación Pontificia, se realizaron varias modificaciones arquitectónicas y decorativas de gran envergadura. Se desplazó la sillería del coro de canónigos y se colocó un impresionante retablo de mármol de Carrara, que fue acompañado por un majestuoso baldaquino con columnas de granito escocés y esculturas de arcángeles de bronce. Además, el edificio fue ampliado por la parte norte, readecuando las áreas del cabildo y la sacristía. En los muros interiores, se colocaron pinturas monumentales que representaban acontecimientos guadalupanos, cuatro de las cuales eran de grandes dimensiones, enriqueciendo el espacio sacro y narrando la historia de la aparición.


En 1904, la Colegiata de Guadalupe fue elevada a la categoría de Basílica, consolidando su estatus como uno de los centros de peregrinación más importantes del mundo. Sin embargo, su historia no estuvo exenta de desafíos. Durante la Guerra Cristera, la Basílica sufrió un atentado en 1921 cuando una bomba, ingeniosamente oculta en un arreglo floral, explotó en el altar mayor. Afortunadamente, y de manera que muchos consideraron un milagro, la imagen original de la Virgen de Guadalupe no resultó dañada, aunque un crucifijo metálico cercano se dobló dramáticamente. Debido a este incidente y por razones de seguridad, la imagen original fue reemplazada por una copia fiel y resguardada en un lugar seguro hasta 1929. En este último año, además, se informó que la Basílica requería reparaciones urgentes en sus bóvedas. Finalmente, con motivo del cuarto centenario de las apariciones de la Virgen de Guadalupe a Juan Diego, la Basílica sufrió una última reforma de ampliación significativa. Se trasladó el retablo de mármol y el baldaquino hacia atrás, lo que permitió ampliar considerablemente la zona destinada a los feligreses, demostrando la adaptación del recinto a la creciente afluencia de devotos.


Este breve recorrido por la historia del culto a la Virgen de Guadalupe a lo largo de los siglos XIX y XX revela la perdurabilidad y la centralidad de su figura en la construcción de la identidad mexicana. Más allá de la fe, la Guadalupana se ha manifestado como un pilar inamovible en el corazón de la nación, un símbolo que trasciende lo religioso para abrazar lo social, lo político y lo cultural.


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