La profunda devoción a la Virgen de Guadalupe no es un fenómeno estático. Su culto ha evolucionado y se ha entrelazado de manera inextricable con la historia de México...
La profunda devoción a la Virgen de Guadalupe no es un
fenómeno estático. Su culto ha evolucionado y se ha entrelazado de manera
inextricable con la historia de México, consolidándose de forma notable en los
últimos años del Virreinato de la Nueva España y desempeñando un papel
fundamental a lo largo de los siglos XIX y XX. Su imagen no solo se convirtió
en un símbolo de fe inquebrantable, sino en un estandarte de identidad y un
pivote en los momentos más cruciales de la conformación de la Nación mexicana.
A comienzos del siglo XIX, la práctica de recurrir a la
imagen de la Guadalupana para implorar su protección ya estaba firmemente
arraigada en el imaginario colectivo novohispano. Un episodio que ilustra esta
profunda conexión ocurrió en 1808. Al conocerse la noticia de la invasión de
Napoleón Bonaparte a España, el Ayuntamiento de la Ciudad de México, en un acto
de fe y súplica, ordenó que la venerada imagen fuera trasladada en una solemne
procesión desde la Colegiata de Guadalupe hasta la Catedral Metropolitana. El
propósito era claro y urgente: pedir a la Virgen que protegiera al Virreinato
contra la inminente amenaza napoleónica que se cernía sobre la Metrópoli. A
raíz de esto, se programó un Novenario en su honor. Sin embargo, la celeridad
que el Licenciado Francisco Primo de Verdad solicitó al presidente de la Real
Audiencia para que intercediera ante el Virrey y el arzobispo, celebrándose el
novenario a la brevedad, no obtuvo una respuesta favorable. Las autoridades
ordenaron que el novenario se retrasara hasta septiembre y que, además, se
realizara en la Colegiata. Aunque no se tienen noticias precisas sobre si este
novenario finalmente se llevó a cabo, el simple hecho de que se considerara el
recurso a la Guadalupana en una necesidad tan trascendental para el Virreinato
subraya la centralidad de su figura en la conciencia colectiva.
La
Virgen como Estandarte Insurgente:
El
Grito de Independencia
En 1810 el inicio del movimiento de Independencia del
Virreinato de la Nueva España marcó un punto de inflexión para el culto
guadalupano. Miguel Hidalgo al frente de las fuerzas Insurgentes, tomó una
decisión de profundo simbolismo y repercusión histórica: adoptó una imagen de
la Virgen de Guadalupe como estandarte de la naciente causa libertaria. Al
llegar a Atotonilco, Hidalgo ingresó en la Iglesia y tomó la imagen que allí se
encontraba. Ernesto de la Torre Villar, en su obra En torno al Guadalupanismo, enfatiza la magnitud de este acto al
afirmar que "a partir de ese momento… se convirtió en el símbolo de la
emancipación en su emblema, protección y guía". La imagen, cargada de
significados religiosos y populares, se transformó así en un símbolo de lucha y
esperanza para las masas que seguían a Hidalgo.
Esta audaz acción no pasó desapercibida para las autoridades
españolas que reaccionaron con severidad. En su edicto de Excomunión del 24 de
septiembre de 1810, el Obispo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo, condenó
enérgicamente que Hidalgo hubiera "pintado en su estandarte la imagen de
nuestra augusta patrona: “Nuestra Señora de Guadalupe", acompañada además
de una inscripción que unía fe y patriotismo: "Viva la religión, Viva
Nuestra Madre Santísima de Guadalupe, Viva Fernando VII, Viva la América y
muera el mal gobierno". Por el lado civil, el Virrey Francisco Antonio
Venegas publicó bandos, fechados el 21 y 29 de septiembre en la Gaceta de México, donde se daba cuenta
del inicio de la insurrección y se mencionaba explícitamente que los rebeldes
habían llegado a usar la imagen de la Virgen para "deslumbrar a los
incautos" y atraerlos al movimiento. La Inquisición y el arzobispo de
México Lizana, en sus textos del 13 y 18 de noviembre, consideraron esta acción
como "sacrílega", evidenciando la dimensión política y religiosa del
conflicto. En un contrapunto estratégico, una vez iniciada la contraofensiva al
movimiento Insurgente, los ejércitos realistas españoles adoptaron a la Virgen
de los Remedios como su protectora, creando un claro antagonismo simbólico en
el campo de batalla.
Morelos, los
Guadalupes y la Soberanía Nacional
La protección de la Virgen de Guadalupe continuó siendo un
pilar fundamental en la lucha por la independencia bajo el liderazgo de José
María Morelos y Pavón. En 1811, cuando Hidalgo le confió el mando de una parte
de los Ejércitos Insurgentes, Morelos no solo llevó la imagen de la Guadalupana
como inspiración, sino que uno de sus regimientos también llevó su nombre. Un
hecho que destaca su influencia es que, en la recién fundada Nueva Provincia de
Tecpán, establecida ese mismo año, la capital fue significativamente nombrada
Ciudad de Nuestra Señora de Guadalupe. Fue en esta ciudad donde Morelos tomaría
algunas de sus decisiones más importantes para el movimiento, incluyendo la
crucial determinación de detener la lucha de castas y la audaz emisión de moneda
propia, gestos que consolidaban la idea de una nación autónoma.
Tras la derrota y ejecución de Miguel Hidalgo e Ignacio
Allende en 1811, la dirección del movimiento insurgente recayó plenamente en
José María Morelos. En este contexto, se formó la Sociedad Secreta de los
Guadalupes, una organización vital que brindó un apoyo multifacético a la causa
de la Independencia. Esta sociedad secreta no solo proporcionó ayuda económica
y material, sino que también fue una fuente crucial de propaganda. Sus
miembros, comprometidos con la causa, enviaban alimentos, dinero, armamento e
información valiosa sobre los movimientos del Gobierno Español y del ejército
realista. Facilitaron una imprenta móvil para distribuir propaganda y publicar
periódicos, desempeñando un rol clave en la difusión de las ideas
independentistas. Además, la Sociedad de los Guadalupes fue instrumental al
facilitar que grupos nacionalistas triunfaran en las elecciones a Cortes
convocadas por la Junta Gubernativa de España, permitiéndoles participar en las
decisiones que se tomarían tanto sobre España como sobre los territorios
americanos, demostrando una sofisticada estrategia política.
Durante el tiempo en que Morelos estuvo al mando de los
ejércitos insurgentes, las victorias obtenidas eran frecuentemente atribuidas a
la intervención y protección de la Guadalupana. La trascendencia de esta
devoción se plasmó en el ámbito político. En 1813, reunido en Chilpancingo, el
Congreso Insurgente convocado por Morelos dio lectura al ideario político del
caudillo, resumido en el célebre documento Los Sentimientos de la Nación. En su
artículo 19, se estableció una disposición de profunda significación: en la
futura Constitución que se buscaba crear, se debería establecer como fiesta
nacional el día 12 de diciembre en todos los pueblos, en honor a María
Santísima de Guadalupe, un reconocimiento que subrayaba la identidad
guadalupana como parte intrínseca de la nación emergente.
De Imperio a
República: La Guadalupana como Símbolo Patriótico
La recién declarada Independencia de México trajo consigo
nuevas manifestaciones del culto guadalupano en la vida nacional. En febrero de
1822, el Primer Imperio Mexicano, bajo el gobierno de Agustín de Iturbide, creó
la Orden de Guadalupe, una distinción que se otorgaba a aquellas personas que
hubieran prestado servicios destacados a la Patria. Su establecimiento se
realizó mediante una solemne ceremonia a la que asistió el Emperador Iturbide
en la Colegiata de Guadalupe. Si bien la Orden tuvo una vida efímera de apenas
unos meses, debido a la caída del Imperio en 1823, su significancia simbólica
perduró; sería restablecida posteriormente durante el gobierno de Antonio López
de Santa Anna y, de forma notable, durante el Segundo Imperio por órdenes del
Emperador Maximiliano, demostrando la continuidad de su relevancia como símbolo
de mérito nacional.
En aquel mismo mes de febrero de 1822, el gobierno Imperial
y el Cabildo de la Ciudad de México decretaron un reconocimiento adicional a la
Villa de Guadalupe, concediéndole el título de Ciudad y dándole el nombre de
Guadalupe Hidalgo, un nombre que aún resuena en nuestra historia. Un gesto que
destaca la profunda veneración fue la colocación de una copia, que había sido
tocada al original de la imagen Guadalupana, en el Salón de sesiones del
Congreso en Palacio Nacional, donde permaneció por varios años, atestiguando
las deliberaciones políticas de la nueva nación. El Congreso Constituyente,
reunido el 12 de agosto de 1822, ratificó la importancia de la Virgen al
decretar que el 12 de diciembre seguiría siendo una fiesta solemne dedicada a
la Virgen de Guadalupe, reafirmando su lugar en el calendario cívico-religioso.
La protección atribuida a la Guadalupana continuó
manifestándose en momentos de crisis nacional. Durante el gobierno de Vicente
Guerrero, el país enfrentó la amenaza de una nueva invasión por parte de
España, liderada por el Brigadier Isidro Barradas. Tras la decisiva derrota de
Barradas a manos de los generales Manuel Mier y Terán y Antonio López de Santa
Anna, las banderas del enemigo fueron llevadas como trofeos de batalla a la
Ciudad de México. Por orden expresa de Guerrero, estas insignias fueron conducidas
hasta el Santuario de Guadalupe, para ser depositadas a los pies de la imagen.
Durante este traslado, la Calzada de Guadalupe se llenó de multitudes que
aclamaban al presidente y celebraban la victoria obtenida, en un testimonio
popular de fe y patriotismo entrelazados.
El Tercer
Centenario y la Coronación Pontificia: Culminación de un Siglo de Devoción
En 1831, se celebró con gran pompa y fervor el tercer
centenario de las Apariciones Guadalupanas. Este evento motivó la producción de
diversas obras, entre ellas el Manifiesto
de la Junta Guadalupana a los Mexicanos, escrito por Carlos María de
Bustamante. En este manifiesto, el autor resumía las múltiples demostraciones
de amor y veneración que, según él, los mexicanos profesaban para honrar a su
protectora, con motivo de su milagrosa aparición.
Para esta magna celebración, se organizaron Juntas y fiestas
en varias ciudades del país. En la Ciudad de México, se constituyó una
"Junta particular, compuesta de cuarenta individuos, elegidos de los dos
Cabildos eclesiástico y secular, del Senado, de la Suprema Corte de Justicia,
de los Tribunales Supremos de Guerra y Marina, y de las Órdenes Religiosas de
Santo Domingo, San Francisco, San Agustín del Carmen, de la Merced y del
Oratorio de San Felipe Neri". Esta prestigiosa Junta propuso que la imagen
fuera trasladada en procesión desde la Colegiata de Guadalupe hasta la
Catedral. Aunque algunos se opusieron al traslado de la imagen original, la
propuesta se modificó y finalmente se decidió que la procesión se hiciera con
una réplica que se había pintado específicamente para la Catedral. Las
festividades, que incluyeron un Triduo, se fijaron para los días 26, 27 y 28 de
diciembre, e incluyeron misas, repique de campanas, salvas militares, rosarios,
concluyendo con espectaculares fuegos artificiales en la Plaza Mayor de la
Ciudad el día 28 de diciembre, reflejando la magnitud del regocijo popular.
Incluso en tiempos de la Reforma, la figura de la
Guadalupana mantuvo su preeminencia. Durante el gobierno de Juárez, y a pesar
de la aplicación de la Ley de Desamortización de Bienes Eclesiásticos, el
presidente decretó, según Ernesto de Torre Villar, que se conservara el 12 de
diciembre como fiesta dedicada a la Virgen de Guadalupe, por decreto del 11 de
agosto de 1859. Un acto que subrayó su importancia como patrimonio cultural y
religioso fue la devolución, en 1861, de los bienes que habían sido incautados
a la Colegiata de Guadalupe.
La culminación de este fervor decimonónico llegaría durante
el gobierno de Porfirio Díaz. En 1895, el Episcopado Mexicano planteó la
significativa solicitud de obtener la autorización de la Santa Sede para
coronar a la Virgen de Guadalupe. Esta solicitud fue oficialmente remitida por
los arzobispos de México, Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos; de
Guadalajara, Don Pedro Loza, y de Morelia, Don Ignacio Arciga. El Papa León
XIII concedió su autorización el 8 de febrero de 1887, pero el Abad de la
Basílica, Antonio Plancarte y Labastida, optó por retrasar la solemne ceremonia
hasta que el Santuario fuera completamente renovado y se edificara un nuevo
altar, lo que atestigua la escala del proyecto. Las obras de embellecimiento se
prolongaron hasta 1895, y durante ese periodo, la imagen permaneció en el
templo de Capuchinas.
Para la fabricación de la Corona, se llevó a cabo un
concurso, que fue ganado por Rómulo Escudero y Pérez Gallardo, y Salomé Piña.
La joya fue finalmente fabricada en París por el orfebre Edgar Morgan. Se
describía como "una corona de plata de corte imperial, de 62 centímetros
de alto y 59 de circunferencia. Incluía los escudos de 22 diócesis y las tres
arquidiócesis existentes, así como el escudo pontificio y el de la Ciudad de
México" (Monseñor Jorge Antonio Palencia Ramírez de Arellano, 128° aniversario de la Coronación Pontificia
de la Sagrada imagen de Santa María de Guadalupe 12 octubre 1895 – 2023,
pág. 2). El arzobispo de México nombró al P. José Antonio Plancarte y Labastida
para encargarse de todas las gestiones necesarias para llevar a cabo los
trabajos de ampliación, restauración y embellecimiento de la Colegiata, lo que
resalta la meticulosidad y envergadura de la preparación para este evento
histórico.
La Coronación Pontificia se realizó el 12 de octubre de
1895, un evento de magnitud sin precedentes que congregó a 22 arzobispos y
Obispos de México, además de algunos invitados de otras naciones de América. El
Abad José Antonio Plancarte y Labastida y el resto de los presentes realizaron
un juramento solemne para defender y custodiar la corona, y para conservar la
imagen Guadalupana constante y perpetuamente coronada, un compromiso de fe que
trascendía generaciones. Como un símbolo de profundo respeto y fidelidad a la
Guadalupana, los arzobispos y Obispos colocaron sus mitras y báculos a los pies
de la imagen. A continuación, se elevó una emotiva oración, compuesta por José
A. Plancarte: "¡Salve augusta Reina de los mexicanos! ¡Madre Santísima de
Guadalupe, Salve! Ante tu trono y delante del cielo, renuevo el juramento de
mis antepasados, aclamándote Patrona de mi Patria México, confesando tu
milagrosa aparición en el Tepeyac, y consagrándote cuanto soy y tengo. Tuyo soy
Gran Señora, acéptame y bendíceme. Amén". Concluida la Coronación, los
asistentes, invadidos por el júbilo, exclamaron con fervor: "¡Viva la
Reina! ¡Viva la Reina de los mexicanos! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Viva
nuestra Madre!... ¡nuestra Madre! ¡nuestra Madre!", un testimonio de la
inmensa devoción popular.
Transformaciones
Arquitectónicas y Resistencia de la Basílica
Entre 1887 y 1895, la Basílica de Guadalupe, entonces
Colegiata, experimentó una significativa reforma de conservación debido al
deterioro causado por el paso del tiempo. Con motivo de la Solemne Coronación
Pontificia, se realizaron varias modificaciones arquitectónicas y decorativas
de gran envergadura. Se desplazó la sillería del coro de canónigos y se colocó
un impresionante retablo de mármol de Carrara, que fue acompañado por un
majestuoso baldaquino con columnas de granito escocés y esculturas de arcángeles
de bronce. Además, el edificio fue ampliado por la parte norte, readecuando las
áreas del cabildo y la sacristía. En los muros interiores, se colocaron
pinturas monumentales que representaban acontecimientos guadalupanos, cuatro de
las cuales eran de grandes dimensiones, enriqueciendo el espacio sacro y
narrando la historia de la aparición.
En 1904, la Colegiata de Guadalupe fue elevada a la
categoría de Basílica, consolidando su estatus como uno de los centros de
peregrinación más importantes del mundo. Sin embargo, su historia no estuvo
exenta de desafíos. Durante la Guerra Cristera, la Basílica sufrió un atentado
en 1921 cuando una bomba, ingeniosamente oculta en un arreglo floral, explotó
en el altar mayor. Afortunadamente, y de manera que muchos consideraron un
milagro, la imagen original de la Virgen de Guadalupe no resultó dañada, aunque
un crucifijo metálico cercano se dobló dramáticamente. Debido a este incidente
y por razones de seguridad, la imagen original fue reemplazada por una copia
fiel y resguardada en un lugar seguro hasta 1929. En este último año, además,
se informó que la Basílica requería reparaciones urgentes en sus bóvedas.
Finalmente, con motivo del cuarto centenario de las apariciones de la Virgen de
Guadalupe a Juan Diego, la Basílica sufrió una última reforma de ampliación
significativa. Se trasladó el retablo de mármol y el baldaquino hacia atrás, lo
que permitió ampliar considerablemente la zona destinada a los feligreses,
demostrando la adaptación del recinto a la creciente afluencia de devotos.
Este breve recorrido por la historia
del culto a la Virgen de Guadalupe a lo largo de los siglos XIX y XX revela la
perdurabilidad y la centralidad de su figura en la construcción de la identidad
mexicana. Más allá de la fe, la Guadalupana se ha manifestado como un pilar
inamovible en el corazón de la nación, un símbolo que trasciende lo religioso
para abrazar lo social, lo político y lo cultural.