Ante el panorama actual, no hago más que preguntarme: ¿Hasta qué punto puede hablarse de libertad cuando las reglas del juego económico global están diseñadas para beneficiar solo a unos pocos?
Estamos en un mundo caótico, acelerado y lleno de estímulos. Creemos
ingenuamente, que por estar todo el tiempo expuesto a una fuente casi infinita
de información somos conscientes del mundo visible. Pero ese exceso informativo
genera el efecto contrario y remarca sesgos que, nos encierran en burbujas
ideológicas donde creemos que nosotros tenemos la razón y los demás están mal,
a veces ingenuamente pensamos que conocemos el mundo, sus mecanismos de
operación y sus intenciones. Por eso, ahora todo debe ser mirado dos veces y
con detenimiento, las cosas no siempre son lo que parecen. Hay una crisis de
representación en los sistemas de orientación.
Un claro ejemplo de esto es
el poder. Aunque presente, ya no es tangible en una ubicación física. En la
época feudal el castillo no solo era la residencia del rey, también era la
representación física del poder, un lugar donde se emitían los estatutos para
gobernar. Hoy en día, bajo los márgenes institucionales, esas representaciones
son más difusas. Tal como advierte Daniel Innerarity en su libro La sociedad
invisible: “Los espacios delimitados de la globalización apenas sirven para
clasificar el mundo e identificar lo que torna borrosos los lugares y los
estatutos, el mundo se hace más extraño, poblado por elementos políticos no
identificados.” La globalización y el imperialismo capitalista han configurado
una realidad que acentúa estas crisis de legitimidad y soberanía, como
consecuencia nos encontramos ante Estados semi soberanos y empresariales,
organismos internacionales ineptos y de escasa representación, ONG difusas,
sujetos políticos con identidades múltiples e irrisorias. Cuando lo vemos así,
el mundo parece un chiste bastante kafkiano.
Entendiendo que el poder se escapa de la
representación y los conglomerados anónimos tienen locaciones inciertas, se
facilita que se escapen a las obligaciones de control político, sin dar cuenta
frente a ningún electorado. Por eso la globalización con sus juegos de poder, y
sus abruptos caprichos, nos hace preguntarnos quién tiene el mando. Esta
invisibilidad hace más difícil el gobernar, también complica la acción de protestar.
En otros tiempos sería más fácil quemar el castillo del rey. Pero ahora, incluso
con los actos de protesta el sistema sale indemne, porque no hay un centro
visible de gobierno, por eso cuando un organismo comete algún acto de
represión, les basta salir a negar todo, y decir que se tomaran cartas en el
asunto en investigaciones simuladas que nunca concluyen.
La globalización bajo el manto del liberalismo comercial
ha permitido que el poder se mueva casi invisible, creando sus propios
monstruos, creado las condiciones estructurales para que actores como el
narcotráfico y el crimen organizado operen como un poder paralelo que desafía
la soberanía de los Estados-Nación. Ahora el narcotráfico y otras formas de
crimen organizado han adoptado las mismas estrategias que las corporaciones
multinacionales: producción descentralizada, cadenas de suministro
transnacionales y adaptación a mercados locales.
Aspectos como estos revelan una contradicción
fundamental sobre la globalización, su discurso de libertad económica y sus
resultados concretos. La supuesta “mano invisible del mercado” ha demostrado
ser un puño patrocinado por compañías transnacionales y crimen organizado que
no solo acaparan el mercado, sino que imponen un control intrusivo en los
países a su paso, moldeando las políticas públicas y privadas. Esta economía
criminal globalizada no es un parásito del sistema, sino un síntoma más
revelador, cuanto más se globaliza el capital "legítimo", más se
fortalece su gemelo oscuro. Ya que ambos operan en la misma lógica
transnacional, aprovechándose de la invisibilidad en la estructura globalizada
haciendo cada vez más turbio el escenario económico y social.
Hoy enfrentamos un nuevo tipo de coerción: la de
sistemas empresariales globales y corruptos que dictan políticas nacionales,
cadenas de producción que explotan asimetrías entre países, y un imaginario
cultural que reduce la ciudadanía a mero consumo. Por eso, ante el panorama
actual, no hago más que preguntarme: ¿Hasta qué punto puede hablarse de
libertad cuando las reglas del juego económico global están diseñadas para
beneficiar solo a unos pocos?
El poder difuso, aunado a la saturación
informativa, crea una sociedad de espectáculo constante y creer que verlo
“todo” es tener conciencia puede ser un error en el que muchos caemos
fácilmente. No se trata de negar la indignación ni de deslegitimar las luchas.
Pero sí de dirigirlas con claridad, evitando que se diluyan entre la
distracción, el ruido y la simulación.