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Olvidar el ayer, en este caso específico, la estadística que se manejaba antes de la pandemia, e interpretar convenientemente la situación crítica de la pandemia como justificación del mal manejo de decisiones de las autoridades pertinentes convierte a tal olvido en un silencio cómplice.
Qué tan necesario puede ser expresar
aquellas reflexiones que recorrieron sutilmente nuestras mentes, pero que
quedaron subordinadas ante la emergencia de la pandemia por coronavirus. La
oportunidad apremia para ensayar, esperemos, por lo menos parcialmente doce
respuestas. Una de estas la hemos abordado no hace mucho, de forma muy
específica y desde una perspectiva teórica de la cual nos alejaremos tan solo
un poco bajo la intención de hacerlo más personal.
En el artículo “El cuerpo femenino,
confinado y violentado: repensando La otra pandemia en casa desde una relectura
de M. Merleau-Ponty y S. De Beauvoir” presentamos un estudio realizado por
el mismo Estado Peruano como un instrumento poco crítico y hasta sospechoso.
Tal estudio presenta resultados que no configuran el problema estructural de la
violencia de género, centrándose en la presentación de datos en el contexto de
pandemia. Nuestra crítica deriva en contra de cualquier tipo de excusa que
presente como repentina e incalculable las consecuencias de la pandemia como
razón por la cual las cosas empeoraron.
Básicamente, esto último puede ser el
talón de Aquiles de cualquier argumentum
post pandemiam y, a la vez, el recurso para las reflexiones que intentamos
esbozar. Nuestro análisis recorre dos razonamientos que bien pueden haberse
formulado como preguntas a estudiantes de educación básica: ¿el confinamiento
podría mejorar la situación entre violentador y violentado? ¿acaso antes de la
pandemia la violencia de género no iba también en tendencia creciente? Pero,
no. Por alguna razón podemos interpretar que las víctimas terminan siendo
olvidadas, y es así como podemos proyectar sutilmente un par de ideas más.
Este olvido, la poca o nula
identificación con los violentados, parece ser producto de un desinterés por un
grupo de alguna manera marginado por el mismo Estado. Si bien este se encuentra
obligado a generar alguna representación mental ante la sociedad en la cual se
vea asociado la ayuda que brindan a los más vulnerables, el hecho de no
alarmarse ante algunos registros ceros de reportes sobre violencia contra la
mujer en los primeros meses de la pandemia, no termina siendo completamente
coherente con el ideal de la protección de la mujer. Mucho menos cuando al
momento de evaluar tal suceso no se presenta de forma determinante el mal
manejo de la interpretación de los especialistas o, lo que es lo mismo, solo
mencionar la posibilidad de que las víctimas no tuvieron oportunidad de
denunciar al agresor dentro del confinamiento que les habían impuesto.
Olvidar el ayer, en este caso
específico, la estadística que se manejaba antes de la pandemia, e interpretar
convenientemente la situación crítica de la pandemia como justificación del mal
manejo de decisiones de las autoridades pertinentes convierte a tal olvido en
un silencio cómplice. Esta no es más que la principal manifestación de la
perpetuación de violencia de género en el Perú, en la cual, si no tomamos acción
de una u otra manera, terminamos siendo cómplices también. Y, si no lo creemos
así, podemos preguntarnos qué tanto se sigue olvidando a esas víctimas o, también,
si acaso fue una “feliz navidad” y un “feliz año nuevo” para cada una de ellas.