Surge ante mí la inquietud por realizar un análisis aunque sea muy breve sobre el séptimo arte y el poder cultural que se gestó por medio de las salas de cine.
-¡Qué hubo!
¿Se es o no se es!
Jorge Negrete
en Canaima, de Juan Bustillo Oro.
A manera de introducción el
presente escrito tiene influencia en la investigación que llevo a cabo en la
Maestría de Ciencias Antropológicas la cual trata grosso modo, sobre el
cine mexicano identidad social e individual en la figura de lo que considero es
la primera mujer fatal mexicana María Félix en el periodo de 1946 a 1948 en la
Ciudad de México, al contar con un panorama acerca del contexto mexicano de esa
época y la industria fílmica surge ante mí la inquietud por realizar un
análisis aunque sea muy breve sobre el séptimo arte y el poder cultural que se
gestó por medio de las salas de cine, todo lo anterior bajo la mirada de los
estudios culturales.
En primer lugar, considero fundamental definir qué se
entiende por estudios culturales para lograr lo anterior utilizo la definición
del antropólogo Eduardo Restrepo en el libro Antropología y estudios
culturales el cual esboza cuatro rasgos para que un escrito se inscriba en
dicho terreno, a propósito, refiere:
1.
Su problemática, centrada en la imbricación de dos aspectos mutuamente
constituyentes: lo cultural y las relaciones de poder, lo que permite que no se
confundan los estudios culturales con estudios sobre la cultura. 2. Su enfoque
transdiciplinario […] 3. Su explícita vocación política […] un saber para
intervenir en el mundo […] 4. Su contextualismo radical, que argumenta que la
estrategia de método que define a los estudios culturales es el estudio de
contextos concretos[1].
De ese modo, para entender el nexo que existe entre las relaciones
de poder en las proyecciones de cine es necesario brindar ejemplos de casos
tipo en el Distrito Federal y todo comienza con la llegada del primer
cinematógrafo a la ciudad a finales del siglo XIX durante el gobierno de
Porfirio Díaz, el centro urbano al ser un sector de desarrollo y desigualdad
social reúne a toda clase de público con la llegada del cine, en la planta baja
de la droguería Plateros la primera función tiene una duración de 20 minutos,
con un costo de $0.50 centavos, a juicio del historiador Aurelio de los Reyes:
Un
público heterogéneo invadió la pequeña sala, de unas cuarenta sillas,
distribuidas sin divisiones clasistas por el precio, conforme se acostumbraba
en los teatros […] La mezcla de diferentes clases sociales no fue del agrado de
un grupo, que exigió funciones especiales, y por eso […] se anunció la primera
‘representación de gala’, complaciendo el pedido de numerosas familias
acomodadas […] se cobró un peso en vez de cincuenta centavos[2].
En el año de 1900 el gobierno, así como los interesados
en el cinematógrafo, crean aproximadamente diez salas de cine, ubicadas en
diferentes lugares, con el fin de que la chusma variopinta personas de poco
aseo aunado a la oscuridad del cine vayan a contagiar de pulgas a los aristócratas
por la cercanía de los asientos, así el cine será un lugar donde los mexicanos
de palomitas de maíz pasan gran parte del siglo XX.
Con base en lo anterior durante las cuatro décadas del
siglo crearán categorías en los cines los cuales dependiendo del recinto
cuentan con aire acondicionado, butacas decentes, buena distribución de los
asientos, higiene, la temática fílmica que se estrena es diferente no en todos
se exhibe filmes extranjeros y subtitulados, por ejemplo para la categoría tipo
A el precio es de $4.00, en el caso del cine categoría B el boleto cuesta $3.00
y la categoría C cuesta $2.00 mismos espacios distribuidos en diferentes zonas
de la capital.
Ahora bien si realizamos una analogía cultural de poder,
en los años 40 como en tiempo presente ir al cine más allá de ser una actividad
recreativa es una praxis que construye al sujeto individual así como
colectivo dependiendo de la sala a la que se asiste se comunican diferencias
físicas, sociales, económicas, culturales y de poder pues no era lo mismo un
cine tipo C al cine tipo B, dependiendo del sector donde se ubicaba la sala
asistía determinado público, bajo dicho entendido ir a ver la pantalla de plata
se vuelve una ritualización, desde elegir la ropa, la compañía, hasta la hora
exacta para acudir, en el caso de La Devoradora la primera función daba
inicio a las 04:38 p.m. la segunda 07:07 p.m. y la última 09:36 p.m. Se
involucran un conjunto de dimensiones culturales, los cuales en palabras de la
investigadora Rosas Mantecón es una práctica cultural ir al cine:
Ir
al cine entraña mucho más que ver una película. Se trata de una práctica de
acceso cultural a través de la cual nos relacionamos con un filme, pero también
con otras personas y con el espacio circundante. Hablo de prácticas culturales
para mostrar su papel activo no sólo como actividades de interpretación y
disfrute artístico; suponen múltiples tareas, como la identificación, el
desciframiento y la apropiación[3].
Por otro lado el costo del boleto de $4.00 pesos
mexicanos, era un precio similar al de una corrida de toros en la Plaza México,
el periódico El Universal da cuenta de los diferentes costos en las
distintas salas de cine: Palacio Chino $4.00, cine Novelty $2.50, cine Colonial
$2.00, para la última semana de exhibición de La Devoradora el cine
Alameda baja el precio de acceso a $3.00 pesos, de esa manera, no es ajeno que
la película fuera presentada en dicho recinto, ya que deje entrever el tipo de
público al cual iba destinado al estar ubicado en una zona céntrica bastante
concurrida acude gente aristocrática, clase medieros.
También durante dicho periodo la población rural se
desplaza nuevamente a la Ciudad de México, se forma una masiva clase media
urbana ubicada al poniente del Distrito Federal como la colonia Doctores,
Obrera, Buenavista, dicho grupo trata de emular el modelo norteamericano way
of life estilo de vida procuran mostrar un modo ideal para vivir
donde todo es armonioso, perfecto, en el caso del cinema fabrican ese
modelo excesivamente utópico para que se identifiquen los que observan, también
los espacios donde vive la población citadina reflejan el nivel socioeconómico,
mismos que fueron plasmados en la pantalla grande, pues con el gobierno de Miguel
Alemán se inaugura los multifamiliares:
Las
viviendas de una o varias familias, con puerta a la calle o a un pasillo, son
habitadas por un promedio de 5.16 habitantes por vivienda y, en los cincuenta,
el promedio se reduce a un 4.90. Es decir que se mantiene alta la densidad. Sus
habitantes son el público más entusiasta del cine nacional. También en los
pueblos el gusto por sus imágenes era evidente[4].
Otro aspecto determinante de la cultura de poder en el
cine mexicano son los públicos, ellos aceptan el mensaje de la película cuando
lo creen, determinados filmes ponen en escena esa la oleada de modernidad la
cual se une con la vida tradicional, buscan mezclar ambas esferas, también,
muestran las viviendas de diferentes estratos sociales, los cuales tienen
cierta preferencia por determinadas películas y ciertas salas a donde asisten.
De hecho, el Estado intervino políticamente para regular los precios debido a
que el espectáculo pasó a ser una diversión de lujo a la que solamente pueden
asistir las personas que tengan los recursos necesarios, desplazando a los
sectores populares, o clase medieros que viven día a día, en palabras del
investigador Aurelio de los Reyes, “el producto mexicano mayoritariamente lo
consume un público con bajo nivel educativo”[5],
para eso deben adaptar las temáticas.
Asimismo aparece la comedia urbana en donde inventan al
buen salvaje de barrio, el cual es inocente, bondadoso, aquel hijo del quinto
patio lleno de ternura, sólidos valores, hablando con un tono de voz fingido,
representado principalmente por los actores Fernando Soto “Mantequilla”,
Adalberto Martínez “Resortes”, o en las películas Hay lugar para dos (1948),
Los Fernández de Peralvillo (1953), en el caso femenino los papeles de
Amelia Wilhelmy “La Guayaba” y Delia Magaña “La Tostada” las cuales muestran al
sector popular, de hábitos no tan decorosos, completamente caricaturizadas.
En cuanto al cine y la relación cultural de poder y
sumisión con el crisol sociocultural del Distrito Federal fue reflejado en los
celuloides como: Campeón sin corona (1946), Nosotros los pobres (1948),
El rey del barrio (1949). Otro ejemplo de un filme destinado a
determinado sector de la población urbana fue La Devoradora (1946), el debut
se lleva a cabo en una sala tipo A, fue en el cine Alameda ubicado en la
avenida Juárez cerca del Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México, el
recinto gozaba de buena reputación por contar con aire acondicionado, además de
estar decorado con mosaicos de talavera.
Comienzan con la creación de actores/actrices mexicanos
los cuales, considero simularon en cada filme lo que era el país, aquí se
transforma a la flapper hollywoodense en la supuesta belleza autóctona
mestiza mexicana personificada por Dolores del Río la cual encarna a la
mujer-amor, Sara García la mater abnegada, Mimi Derba la madre elegante
ambas de buenas costumbres y valores, las heroínas del dolor y sufrimiento,
Pedro Armendáriz representa al México profundo, Jorge Negrete es el charro
cantor, Ismael Rodríguez crea a Pedro Infante el cual representa al mexicano de
barrio, citadino, pobre, honrado y alegre, el cual se ríe del infortunio, Mario
Moreno trabaja en la imagen del lépero por medio de las carpas, Gilberto
Martínez le otorga la cualidad de trepadora a Ninón Sevilla, Juan Orol crea a
la mujer fatal cubana Maria Antonieta Pons y María Félix la belleza cosmopolita
mexicana, en palabras del investigador Armando Bartra:
Se
necesita, en fin, una galería de protagonistas paradigmáticos; un star system a
la mexicana que garantice la taquilla y de paso nos permita saber quiénes somos
en verdad; cuál es nuestra efigie profunda y duradera más allá de espejos
falaces y engañosas fotos de ovalito[6].
En definitiva, la industria fílmica, las salas de cine y
los actores fueron una mole titánica de poder cultural para principios del
siglo XX, ya qué se conocía qué películas gustaban a cada estado de la
República, por ejemplo, en el norte los melodramas rancheros eran populares en
donde se tocaban temas de negocios turbios y sucios, en el caso urbano de la
Ciudad de México considerando que las casas fílmicas estaban ubicadas en el centro,
ellos producen filmes de acuerdo a la oleada de modernidad, melodramas
familiares, urbanos, comedias, en definitiva la capital era el centro de la
vida nacional, Acapulco es el lugar de desfogue y ruptura en el sur, un espacio
inmaculado, tal como indica la investigadora Julia Tuñon, “en el medio
cinematográfico se sabe (y sabía) que ha determinado tipo de cine asiste
determinado tipo de público y en términos de esto se condiciona la exhibición”[7],
bajo ese entendido el área de producción, distribución, exhibición es todo un
equipo en el cual trabaja todo un conjunto y eso influye en el producto final.
Los creadores del cine mexicano como “El Indio
Fernández”, Julio Bracho, Gabriel Figueroa, Alejandro Galindo e Ismael
Rodríguez, a pesar de que ninguno realizó el primer celuloide fueron los
pioneros en lanzar éxitos taquilleros, así como de inventar un México con todos
los elementos que le concierne, además de que cada director o productor contaba
con una cláusula sobre los actores por ejemplo Blanca Estela Pavón y Pedro
Infante estaban bajo la protección y guía de Alejandro Galindo, de ahí que cada
quien moldeara a conveniencia suya los talentos de las estrellas, pero ante
todo los sujetos dentro del séptimo arte promoverán la separación-unión de las
culturas populares sembrando hegemonía, así como las salas de cine y el tipo de
celuloides que ve la esfera de poder es diferente a la que ve la esfera
popular.
Bibliografía.
Bartra, Armando, Sueños de papel: el
cartel cinematográfico mexicano en la era de oro. UAM-X, Xochimilco, 2010,
p.44.
De los Reyes, Aurelio, Medio siglo
del cine mexicano (1896-1947). D.F. Trillas, 1987, p.10.
De los Reyes, Aurelio, “Sobre el cine y
las relaciones culturales entre México y Estados Unidos durante la década de
1930”, Secuencia. Núm. 34, enero-abril, 1996, p.198.
Restrepo, Eduardo, Antropología y
estudios culturales. Disputas y confluencias desde la periferia. Siglo
Veintiuno, Argentina, 2012, p.135.
Rosas, Mantecón, Ir al cine.
Antropología de los públicos, la ciudad y las pantallas. México, UAM-I,
Gedisa, 2017, p.7.
Tuñon,
Pablos, Mujeres de luz y sombra en el cine mexicano. La construcción
masculina de una imagen (1939-1952). Tesis de doctorado en Historia, D.F.,
UNAM, 1993, p.105.
Filmografía.
La Devoradora,
(Fernando de Fuentes, 1946).
Campeón
sin corona, (Alejandro Galindo, 1946).
Nosotros
los pobres, (Ismael Rodríguez, 1948).
[1] Restrepo,
Eduardo, Antropología y estudios culturales. Disputas y confluencias desde
la periferia. Siglo Veintiuno, Argentina, 2012, p.135.
[2] De los Reyes,
Aurelio, Medio siglo del cine mexicano (1896-1947). D.F., Trillas, 1987,
p.10.
[3] Rosas,
Mantecón, Ir al cine. Antropología de los públicos, la ciudad y las
pantallas. México, UAM-I, Gedisa, 2017, p.7.
[4] Tuñon,
Pablos, Mujeres de luz y sombra en el cine mexicano. La construcción
masculina de una imagen (1939-1952). Tesis de doctorado en Historia, D.F.,
UNAM, 1993, p.105.
[5] De los Reyes,
Aurelio, “Sobre el cine y las relaciones culturales entre México y Estados
Unidos durante la década de 1930; Secuencia. Núm., 34, enero-abril,
1996, p.198.
[6] Bartra, Armando, Sueños de papel: el
cartel cinematográfico mexicano en la era de oro. UAM-X, Xochimilco, 2010,
p.44.
[7] Bartra, Armando, Sueños de
papel...op.,cit., p.103.