Revalorar a los mayores no significa anclarse al pasado, sino fortalecer el presente con raíces profundas. No se trata de una cuestión de nostalgia, sino de justicia y sentido común...
Durante siglos, las sociedades humanas han reconocido en la vejez un símbolo de sabiduría, prudencia y autoridad. En numerosas culturas antiguas, los ancianos no solo eran respetados, sino también consultados y escuchados. En Grecia, los Gerontes de Esparta (consejo de ancianos) participaban en el gobierno como parte esencial del aparato político.
En muchas comunidades indígenas, los
consejos de ancianos decidían el rumbo de su sociedad, guiados por la
experiencia de quienes habían vivido lo suficiente para comprender el ciclo de
la vida en su totalidad.
En la tradición china, el
confucianismo fomentaba la veneración a los mayores como una virtud moral. En resumen, la edad era una fuente de legitimidad.
Hoy, sin embargo, la lógica del
mercado ha reconfigurado brutalmente nuestra percepción del envejecimiento. En
un mundo que idealiza la rapidez, la juventud y la innovación constante, las
personas mayores son vistas con sospecha, es decir, se duda de su capacidad
para adaptarse, rendir o, incluso, aprender. Este cambio se manifiesta
particularmente en el campo laboral.
Las vacantes suelen estar dirigidas
exclusivamente a personas entre los 18 y los 29 años, considerados los jóvenes.
Otras imponen límites que rara vez superan los 40 o 45. Más que una
preferencia, parece un cerco. En
ocasiones, no incluyen el rango de edad porque se estableció que debía ser de
esta manera por ser considerado discriminación. Sin embargo, cuando uno acude a
la entrevista, el reclutador decide no contratarte por la edad, que, aunque el
candidato no sabía qué su edad adecuada para el puesto, el reclutador si lo
tenía muy presente. A final de cuentas, sí es discriminación.
Se parte de la idea errónea de que,
cumplida cierta edad, las personas dejan de ser útiles, que la experiencia
acumulada no importa y que sus aportes pierden valor.
Pero esta lógica no solo es injusta, es
profundamente limitada. La juventud no garantiza calidad ni compromiso, así
como la vejez no impide el aprendizaje ni la productividad. En muchos casos,
las empresas prefieren a jóvenes porque pueden ofrecerles sueldos bajos -que
llaman becas-, horarios extendidos y escasa protección laboral, además de que
se les asignan tareas que deben realizar las personas con cargos altos, que son
entregadas a su nombre y reciben gratificación por ello. El discurso sobre
“energía” y “flexibilidad” encubre una estrategia de explotación. Por tanto, se
construye una economía que margina a quienes más han dado a lo largo de su
vida, relegándolos a la inactividad o a empleos precarios, cuando no al
desempleo total.
¿En qué momento dejamos de valorar la
experiencia? ¿Cuándo decidimos que lo nuevo era automáticamente mejor que lo
probado? La memoria de una trabajadora o un trabajador que ha enfrentado
crisis, errores, triunfos y transformaciones a lo largo de décadas es un
patrimonio invaluable. Esa persona no solo sabe cómo hacer las cosas, sabe por
qué se hacen así, qué consecuencias pueden tener y cómo mejorar los procesos
desde una perspectiva que solo el tiempo otorga. En cambio, cuando una
organización se llena exclusivamente de perfiles jóvenes, corre el riesgo de
repetir errores, subestimar riesgos y descartar soluciones existentes.
La edad trae consigo también una
cualidad vital: la templanza. En entornos de alta presión, donde los plazos y
las cifras dictan el ritmo, tener personas que han aprendido a decidir con
serenidad es una fortaleza estratégica. ¿Quién puede guiar mejor a un equipo
que alguien que ha pasado por momentos similares y ha logrado salir adelante?
En lugar de ver en los mayores una carga, deberían verse como pilares de
estabilidad.
Es hora de que las empresas,
instituciones y la sociedad en general reformulen sus prejuicios sobre la edad.
Necesitamos políticas laborales inclusivas que reconozcan la riqueza de la
diversidad generacional. Los equipos verdaderamente sólidos no son los que solo
tienen juventud, sino los que saben combinar el ímpetu de lo nuevo con la
sabiduría de lo vivido. En un mundo lleno de incertidumbre, pocas cosas son tan
necesarias como la experiencia.
Revalorar a los mayores no significa anclarse al pasado, sino fortalecer el presente con raíces profundas. No se trata de una cuestión de nostalgia, sino de justicia y sentido común. Porque el futuro que queremos construir requiere de memoria, y la memoria vive en quienes han visto más de una vez cómo el mundo cambia, cae y vuelve a levantarse.